Me gusta ir a la feria
para oír el canto glorioso de las alcachofas ordenadas y sorprender aquella
prisa imposible que rodea a las aceitunas cuando aguardan ser arrebatadas de su
acuario escabechado y devoradas por la mano maligna de su propio buen gusto.
El voceo que se esparce
sobre el aire nauseabundo de las acelgas muertas sin sepultura.
La tierra que ensucia y viste a cada betarraga enrojecida, a todas las papas caídas, y las disfraza cada mañana de asteroides almidonados o las cubre de tristeza cuando el infiel de la balanza mide el reglamento de su peso, registra indiferente su llanto y fija un precio seguro a su cabeza.
Las monedas que no alcanzan y las cajas vacías, el coro celestial de las manzanas rojas, el platillo de metal que secuestra y reúne multitudes de habas, cerezos inmigrantes y tomates divertidos.
El ajetreo bullicioso de los niños felices, que llevan en sus mejillas huérfanas la dulce sangre risueña de un corte de sandía.
El hormigueo eterno de la tierna clientela y el trato zalamero que reciben las damas, que son reinas en el tumulto, emperatrices del sabor y esclavas de su dinero, cuando llegan una mañana impaciente a la pecera de los gritos humanos y aplauden el rubor de su dicha pasajera, al ser coronadas de clientas y ocupar el cristalino trono agropecuario de las caseras.
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