
Yo viví en un prado rubicundo
espléndido y dorado, sin dolor
de lágrimas inmóviles, el mundo
ficticio que nadie lloró.
Rocío le llamaba a la mañana;
llovizna a cada tarde y por la noche, flor.
Así nos alegrábamos, creyentes,
desnudos en el agua y levitando al sol.
Hicimos de la lluvia un dibujo
de solo copos ángeles y nieve placer:
le dimos vacaciones a las nubes
y al cielo sueño basto otro nombre mejor.
Pero una noche el mar cambió de prisa:
su cántico plateado fue sombra y sudor
sigiloso, que me sigue cual ceniza.
Nací, sencillamente, y nunca más volvió.
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