Lleva en un canasto
ciento viente mil palabras
y noventa o más dibujos
que una noche pintó.
Traza en la croquera
con los ojos cerrados,
bichos raros, hojas secas
y dos tréboles alados,
redobles de tambores
que le obligan a bailar.
Acróbatas canciones
de versículos paridos
en medio de una ola
hecha de vértigo y horror,
sonatas que pensando
van tejiendo cabalgatas
y un ámbito en el alma
que no puede controlar.
Arrima en ananqueles
de madera perfectas
hileras infinitas
goterones de papel,
son libros que no logra
resistir guardar a veces,
y cada vez que puede
compra cuatro cinco o seis.
Esa es su maldita enfermedad:
pensar riendo canta,
dibuja, llora y fue
confiando amablemente
en siete amigos que un ladrón
guardose en una alforja
y nunca más recuperó.
Pero sigue creyendo en la luz,
amando la risa de sí,
temiendo la llegada de la noche
y deseando con locura y soledad.
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