Yo soy la morsa,
insuperable crítica a la cada vez más repulsiva e infame persecución contra el
consumo recreativo de estupefacientes (detonada muy seguramente desde el
Pentágono, que busca desesperado conseguir tropas limpias para enviar a
Viet-Nam), arropada magistralmente por una banda realmente fabulosa, en la
plenitud de su pulso y su armonía, adornada con una de las escenas más
demenciales del Rey Lear; el arlequín insensato que viene dentro de la caja de
cereal, que llora desconsolado y luego se ríe burlón de los gordos y
ambiciosos productores que simulan llorar, pero que felices se hacen ricos
buscando nuevos talentos, nuevas perlas que se tragan llorando hasta quitarles
el brillo y reducidos a la nada por el consumo sin control; un jocker que
divisa desde dentro de una ambulancia, camino a la rehabilitación, la esquina
donde un policía borracho atropelló a su madre, y llora; la esquina donde unos
asaltantes patearon hasta matar al prodigioso borracho de Baltimore, y vuelve a
llorar, elevando la vista para ver al ridículo Norman Pilcher tratando de
alcanzar hippies en la cima de la Torre Eiffel. Al final ríe, se aleja de
nosotros al ritmo de los bufones y nos da la clave: resulta que ese payaso en
realidad se está riendo de ti.
Genial hasta el
paroxismo.
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