10 de julio de 2018
CMXVI.- Fecundas Hojas Secas
Ando de la mano con lagártica tiniebla,
que hierve en comezones de dolor insoportable,
me ciega y se asemeja al basural ignorado
donde tristes una noche dos perdidos andrajosos,
siguiendo a un perro negro y algo cojo, levantaron
desnudo, ya sin vida, polvoriento y en harapos
al viejo y prodigioso borracho de Baltimore.
Algas que se extinguen en el miedo corazón,
olas de brillante noctiluca tenebrosa,
hiel que va subiendo hasta la puerca ventana,
que enfurece y enloquece a la furiosa que hay en mí:
asomada mirando el circular de las hormigas,
contando infatigable los carruajes de la muerte
y bebiendo la cicuta del color del sol.
¡Oh, Edgar Allan Poe!
Yo llego hasta la casa, me sumerjo entre los libros,
amables apostólicos soldados que no cantan
pero apago las luces, aseguro las puertas
y logro distinguir entre el mudo barullo
a la incrédula y bendita serenata
del coloso pensamiento del mundo.
Se acaban las sombras,
se esfuman los sollozos,
aplaudo fervoroso y un rayo de fe
ilumina el espacio donde el crudo martirio
de vivir cada día se marcha por fin:
se escapa de improviso para no volver jamás.
¡Aquí están!
Mis quietos amigos que miran impacientes,
me piden cual soldados que esperan su medalla,
los tomo, los hojeo, los huelo y los amo.
Son consuelos rectángulos ancianos luminosos.
Son prímulas cubiertas de nobleza irreverente.
Son ángeles azules que me toman de los brazos.
Son arboles difuntos que ya han resucitado,
en mis manos encomiendan su Espíritu
y todo lo consuman por el Dios que vive en mí.
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