
Que en mi caso, cada vez que escribo,
vienen cien ornitorrincos que sacuden
y me vuelan novecientos abejorros
por el parque de mi entraña primavera,
donde llegan los gerundios que no corren
y nos crecen los equívocos haciendo enredadera.
Y escribirnos cada quien a su turno
nuestro blanco cuaderno conjunto
que es la luz de mi latido perenne.
Es tu carta que se sale del arreglo
y no dejo de mirarla cual si fueras tú:
como tú llevando labios aferrados
y doscientos besitos impresos,
donde cada palabra son tus ojos
y en que cada parrafito, un helecho
do la luna margarita al sol.
Cuando quiero yo arrojar mi barca,
perezoso peligroso haciendo prosa,
al instante inteligente vienen versos:
van cortando así mi trato con las cosas,
como un chef muy japonés, calvo y obeso
triturando un calamar sobre la tabla
y partiendo los dos mil dieciocho trozos
de las blancas golosinas que riman:
son la vida, los perfumes y los besos.
Ahora quiero dar dos vueltas perdidas,
despertar a aquellos perros satisfechos
que se duermen bajo el sol de los portales:
quiero ser el azafrán, no los desechos,
una fuente inagotable de sustancias,
quiero ser, yo quiero ser y nunca antes
quise estar amalgamado a la existencia.
Nunca antes quise tanto sentir,
nunca tuve esta confianza y nunca vi
que mi vida era la estancia del calor,
que jamás sentí la fuerza del amor por ti
tan unida como ocurre alegre hoy.
Ya se van los chocolates y los circos,
las antenas de los viejos caracoles,
el silencio con que avanzan los trolleys
y la prisa inveterada de los nuevos oficios,
porque soy el perentorio que viajo.
Viajo el viernes y me voy para vivir:
porque dejo tras de mí cerrados,
esos poros y los días clausurados
y por ti, cerca de ti, que van unidos
la fragancia de lo limpio y mis afectos.
Murmurar territorial de los desiertos:
es lo bueno, lo bendito y lo sublime,
del abierto surtidor de nuevas aulas,
donde el canto del soñar retumba
y la luz de tu Venecia se ve.
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