
Imagino un planeta líquido.
Uno cuya superficie sea sólo un mar enorme,
espeso y frío, lácteo y brillante.
Un planeta del tamaño de Júpiter,
que flotara sin continentes,
a la deriva imperturbable,
y no a raíz de una gran catástrofe remota,
que hubiere dejado su señal
y su fluido blanco a gran escala,
sino por el azar, y así,
desde alguna vez:
inmensamente oceánico.
Dos estrellas rojas apenas iluminan el cielo,
tan lejanas y frías que se confunden,
que casi no se distinguen del resto de los soles,
y hacen del planeta un elefante cautivo,
condenado para siempre a una luz
como de sangre que lo cubre todo.
Un desierto disuelto,
un prodigioso atardecer eterno,
tan eterno como el albo mar,
que brilla sin embargo y nos ve.
Y es tan bello,
tan curioso
que resina fundida y blanca,
pero fría y mortecina como el alba,
cierne claustros por entero alrededor.
Dos estrellas lo atraen poderosamente
y caprichosamente lo dejan ir,
aunque que jamás le darán la libertad.
Y no hubo jamás un continente
oculto subterráneo bajo el agua,
porque una profunda masa de hierro compacta,
inverosímil e incógnita, inaccesible, poderosa y fértil,
habita su corazón joviano,
lento, como el tiempo en hojas,
rotando incansablemente,
silenciosamente y sin pausa.
Un mundo carente de olas y mareas,
donde sólo el mar indiferente y parco,
quieto simplemente, va girando sobre sí.
Y hubo seres que flotando y sintiendo,
en eterna vorágine carnívora,
poblaron cada tarde al planeta,
y aparecieron de pronto bajo el agua,
siguiendo una hilera de quietud y silencio,
uno tras otro,
como escualos que una mano divina
arrojase antiguamente a su destino.
Criaturas que nunca tuvieron que adaptarse
alguna vez a semejantes condiciones,
porque han sido desde siempre marinas;
porque mueren todas las tardes,
perpetuándose en género y especie;
porque huyen por la noche y, de pronto,
algo me ha llorado el corazón.
1 comentario:
No puedo sin la vida vivir
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