Esta noche te recuerdo, Nono:
funeral, arrepentido, ferviente,
generoso, fumador, inteligente,
picando la cebolla en el trono.
Nadie sabe cuánto te he extrañado,
porque siempre te llamaba ansioso,
por sacar al alma mía de ese pozo.
¡Nadie sabe cuánto te he soñado!
En mis sueños no hablas ni miras:
te vas distante al sitio de los sueños,
llevando extraños regalos navideños
hacia ese plinto engalanado de espiras.
Yo no sé si obligaste a mi destino
a terminar fumando todo lo que vivo
en el candor de tu clamor definitivo,
o a navegar en una copa de vino.
Imitaba tu firma, tu voz y tu risa,
y ahora no sé lo que debo imitar,
porque ya nadie ocupa tu lugar,
ni he sentido el olor de tu camisa.
¡Ay, Señor, cómo te echo de menos!
Debo vivir la abundancia de la nada,
imaginando la prisión de tu mirada:
sigo envidiando a los padres ajenos.
Hay tantos padres vivos en el mundo
que no han sabido acompañar a sus hijos.
Hay tantos cuellos y tantos crucifijos
y tanto amor que todavía es vagabundo.
Yo pongo todos los acentos diacríticos,
respeto todos los pronombres y las comas,
porque era tuyo mi apellido en tu diploma,
como nos manda el evangelio y el levítico.
Yo mordería los rocotos de tu boca.
¡Y besaría aquella mancha en tu colchón!
Pero tu celda ha sido ahora mi prisión.
Ahora la muerte sé la vida que me toca.
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